El fuerte de Galle, al sur de Sri Lanka, es una ciudad de gran belleza por la gran cantidad de edificios coloniales holandeses que hay y por estar rodeado de agua por tres de sus lados, no en vano ostenta el título de Patrimonio Mundial por la Unesco.
Fort, como se conoce a esta ciudad bastión, fue un puerto importante en el siglo XVII y sirvió de escala durante más de 200 años a barcos europeos en su ruta por Asia.
Con más de 400 casas históricas, iglesias, mezquitas, templos y otros tantos edificios gubernamentales, esta pequeña ciudad dentro de otra ciudad, es un deleite para los sentidos y un lugar donde descubrir gratas sorpresas por cualquiera de sus rincones.
Puede uno pensar que con un escenario así, no tiene que ser difícil hacer buenas fotos, que la inspiración irradia en cada esquina y que tan sólo es cuestión de plasmarlo en nuestra cámara.
Pero a veces nuestra localización, a pesar de ser un paisaje muy bello, se nos queda demasiado grande como para poder comprimirlo en una fotografía. ¿Acaso no os ha pasado que la imagen que recordais de vuestro paisaje es sublime frente a la misma fotografía tomada en dicho paisaje?
Encontrar la inspiración, esa tarea ardua de cualquier artista, por pequeño que sea, es lo que resulta de una búsqueda interior que se nos revela en el exterior. A veces, inconscientemente, las fotografías que queremos tomar ya las tenemos hechas en nuestra mente. Y es entonces, cuando encontramos la inspiración, conectamos nuestros sentidos con el mundo exterior. A veces son nuestros sueños, otras son nuestras experiencias, nuestra experiencia visual y otras veces son los mundos imaginarios que nos ha evocado la lectura de un libro.
En esta tesitura consumaba mis últimos días en Galle, como colofón a mi viaje por Sri Lanka.
Paseaba por sus calles tranquilas, sin el bullicio de coches y motos, fotografiando todo, o casi todo, fotografiando a otros fotógrafos que a su vez tomaban fotos a parejas de novios, fotografiando a una iguana que cruzaba tranquila entre las columnas del Post Office Fort, o los siempre hambrientos monos que trepaban entre sus edificios, árboles que extendían sus ramas ocupando una plaza entera, coches impolutos que parecían sacados de una película, en fin, tenía todos los ingredientes pero no encontraba la receta.
Todo me llamaba la atención, y eso era precisamente el principio activo para tomar fotografías.
Todo era susceptible de ser fotografiado. Pero no estaba contento, había que tomar la parte por el todo. Hasta ahora la belleza había jugado conmigo al despiste, embaucándome en las típicas fotos de viaje. Había que empezar a ver, profundizar en la imagen y encontrar esa inspiración.
La hallé en los soportales de un antiguo edificio colonial. Como tantos otros edificios, estaba en muy mal estado, parecía abandonado. Pero me llamaron la atención sus sillas amarillas, amontonadas como si alguien las hubiera dejado allí tras dar tan sólo la primera capa de pintura.
Al girar la cabeza a mi izquierda había una silla blanca solitaria frente a una pared desconchada, también blanca. Unos tablones se apoyaban en una esquina y un paño amarillo tirado junto a éstos.
Por unos segundos, me quede mirando la luz que entraba lateral, los elementos que tenía delante y la silla blanca. Sin querer, seguramente me recordó aquella época en la que construía mis fondos para hacer retratos en mi antiguo estudio. Pero aquello era todo artificial y medido. Ante mí, tenía el fondo que siempre hubiera querido tener, natural en todos los sentidos. Sin artificios.
Sin pensármelo y sin tomar aún ni una sola foto, cambie la silla blanca por otra de las que estaban apiladas, el amarillo, pensé, le dará más fuerza y el paño amarillo reforzará aún más la fotografía.
Es cuando realmente me puse a hacer fotos, sólo frente al fondo. La idea de la ausencia, el vacío o la soledad, eran conceptos que seguramente rondaban por mi cabeza. Una imagen tiene mucha fuerza visual no siempre por lo que muestra sino por lo que sugiere o no muestra. Y en este sentido ya daba por terminada mi fotografía. Estaba contento.
Busqué a mi compañera de viajes, que siempre carga con parte de mi equipo y la senté en la silla para homenajearla con algunas fotos. Esta era una foto especial. Me recordaba un poco a la pintura de Johannes Vermeer, la lechera, con esa luz entrando lateralmente por un gran ventanal y con un muro blanco de fondo.
Y como supongo en todas las cosas de la vida, apareció la suerte vestido de monje budista, el factor humano que daría aún más fuerza visual a mi fotografía. Allí estaba, junto al soportal, hablando junto a otros dos chicos, y yo con todo mi atrevimiento le pedí casi rogando que se sentara en mi silla para hacerle fotos y, ¡voila!, dicho y hecho. Ya no se puede ser más feliz.
Ahora bien, ¿cual de las dos fotos os gusta más? ;)